Por redacción Mundo Portuario
A poco más de tres meses de las elecciones presidenciales, la violencia criminal se ha convertido en el tema dominante de la agenda pública y el eje en torno al cual gira —y se polariza— el debate político nacional. Atrás quedaron, al menos en visibilidad mediática, otras discusiones estructurales como la reforma previsional, el sistema de salud o la modernización del Estado. Hoy, la seguridad ciudadana se ha impuesto con fuerza y está reconfigurando las preferencias del electorado, las propuestas de los candidatos y el tono de la contienda electoral.
El fenómeno no es nuevo, pero sí su magnitud. Chile, tradicionalmente considerado uno de los países más seguros de la región, ha vivido un rápido y sostenido deterioro en sus indicadores de seguridad en los últimos cinco años. El aumento de los homicidios, la expansión del narcotráfico, el sicariato, la proliferación de armas y la penetración de bandas criminales organizadas en barrios periféricos han provocado un verdadero quiebre en la percepción de orden y tranquilidad que caracterizaba al país.
Este nuevo escenario ha tenido un impacto directo en la política. Candidatos presidenciales de todos los sectores han debido reestructurar sus discursos, endurecer sus propuestas y poner el foco en medidas de control, persecución penal, reforzamiento policial y fortalecimiento institucional. Lo que antes era considerado una agenda “secundaria” —o incluso tabú— hoy se ha convertido en la principal carta de presentación de quienes aspiran a La Moneda.
En este contexto, el crecimiento de figuras asociadas a la derecha más dura no es una sorpresa. El discurso de “tolerancia cero”, “mano firme” y “recuperar el control del Estado” ha calado hondo en amplios sectores de la ciudadanía que se sienten desprotegidos, ignorados o francamente abandonados por las autoridades. Municipios del norte del país y algunas comunas de la Región Metropolitana han expresado públicamente su desesperación ante el avance del crimen y la falta de recursos para enfrentarlo.
Pero no todo el debate se concentra en el uso de la fuerza. Desde sectores del centroizquierda y la izquierda, se ha planteado una visión más amplia del fenómeno, apuntando a las causas estructurales de la criminalidad: pobreza, segregación urbana, abandono estatal, falta de oportunidades, deserción escolar, precariedad laboral. En esa mirada, reforzar la seguridad sin abordar estos factores sería solo postergar —o incluso agravar— el problema a mediano plazo.
El dilema, entonces, se vuelve político y estratégico. ¿Es posible compatibilizar políticas efectivas de control con una mirada integral del fenómeno delictual? ¿Cómo evitar que la urgencia por mostrar resultados derive en medidas ineficaces o que vulneren derechos fundamentales? ¿Hasta qué punto la presión electoral distorsiona el diseño de una política pública seria, sostenible y con respaldo técnico?
A medida que avanza la campaña, las tensiones se agudizan. Mientras un sector apuesta por el despliegue militar en las calles, el endurecimiento de penas y la construcción de nuevas cárceles, otro insiste en fortalecer la inteligencia policial, el trabajo territorial y la prevención social. Y en medio, una ciudadanía cada vez más preocupada, que exige respuestas inmediatas, pero también soluciones de fondo.
Además, el fenómeno criminal ha desbordado los márgenes tradicionales. Hoy ya no se trata solo de robos o tráfico de drogas, sino de estructuras delictuales complejas que incluyen lavado de dinero, trata de personas, corrupción de funcionarios, sicariato y extorsión a comerciantes. La penetración del crimen organizado en distintos niveles de la sociedad plantea un desafío que no se resuelve solo con aumentar la dotación policial o aprobar nuevas leyes.
Lo que está en juego no es solo el resultado de una elección. Es la forma en que el país decide enfrentar una crisis que afecta la vida cotidiana de millones de personas, la cohesión social y la estabilidad democrática. La seguridad, en este contexto, ya no es solo una política pública más: se ha transformado en un terreno de disputa ideológica, en una bandera electoral y en una demanda transversal que ninguna candidatura puede ignorar.
El escenario está abierto. La ciudadanía parece estar dispuesta a probar nuevas recetas, aunque sean drásticas. Pero también crece el riesgo de respuestas simplistas, efectistas o abiertamente populistas, que prometen soluciones inmediatas a problemas complejos.
La violencia criminal ha irrumpido con fuerza en la política chilena. No como un tema más, sino como la gran prueba de liderazgo, coherencia y responsabilidad que enfrentará quien gobierne a partir de marzo de 2026. La pregunta que se instala es si el país optará por una respuesta integral y democrática, o por una reacción impulsiva y punitiva que, al final del camino, podría generar más problemas que soluciones.
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